Ya había perdido su última gota de agua hace dos días, más o menos. Su ropa, hecha harapos por la crueldad rocosa de aquellas oscuras cuevas tan estrechas, se había ido perdiendo por el camino. Su barba ya comenzaba a ganar un volumen considerable, y las manos le ardían con la furia de mil demonios. Se había pasado más de 6 días allí, caminando entre las claustrofóbicas paredes de roca maciza de aquella cueva. No recordaba por qué estaba allí, ni cómo había llegado. No había abierto la boca en toda la semana, ni siquiera para gritar. De todos modos, aunque intetara gritar, ya no tenía fuerzas.
Se arrastraba como un zombi por la oscura oquedad, y la única luz que habían recibido sus pupilas desde hace una semana, consistían en la que despredían los fósforos que llevaba en el bolsillo. 12, para ser exactos. Aunque ahora ninguno, para matizarlo más.
Su respiración entrecortada se llenaba de angustia cada vez que avanzaba otros 100 metros sin encontrar nada ni nadie, sólo rocas, oscuridad, y soledad. Pensaba si estaba volviéndose loco. Eso sí; hablar, no hablaba solo, por mucho que lo intentara sus labios no se despegaban nada más que para beber el poco agua que le quedaba. No se escuchaba absolutamente nada, pero... ¡Un momento! ¿Qué suena?
¿Es el murmullo de un río? ¡Corre!. Inmediatamente, comenzó a andar todo lo rápido que le permitieron sus articulaciones, sus pulmones castigadísimos, y sus 45 años de edad, que también pasan factura.
¡Una luz! estaba observando un doloroso punto blanco al final del tunel, y el sonido acuoso se acentuaba aún más ¿Qué es?. Parecía una mezcla entre la lluvia y el crepitar del fuego. El punto de luz se hacía cada vez más grande, y el sonido latía con fuerza en su cerebro.
Observaba ya el final de la cueva, un aro irregular luminoso, ahora pudiéndose distinguir "dentro" de él, tonos verdes, rojos, amarillos, y azúles, pero muy difuminados, aunque suficientes para que abriera los ojos como platos, pues aunque borrosos, eran los únicos colores que había visto desde hace ya una semana.
Continuará.
La tipografía es la ropa de las letras, y su sastre es el encargado de transformarlas en belleza. Crea letras, crea frases, crea líneas, crea párrafos, crea textos, crea libros, pero crea algo. No hay nada más maravilloso y locuaz que transmitir belleza con símbolos cicateros sin atractivo. ¡Escribe!
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