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jueves, 17 de febrero de 2011

Hojas en blanco.

Roman pensaba que todo el mundo estaba loco porque no eran como él. Observaba a la gente hacer locuras, completas locuras. Y él, estando cuerdo, no podía comprender cómo se podían obrar tales actos sin una enfermedad mental de por medio. Por tanto, observaba al mundo como un conjunto de locos, y se pasaba los días muertos riéndose de ellos, del mundo en general.

Él vivía su mundo, y escuchaba su música, hacía sus fotografías, y veía sus series de televisón. Lo más importante es que escribía un diario. Una fiel macrohistoria que relataba absolútamente toda su vida, hasta el más ínfimo detalle, durante tantos años que apenas él recuerda cuándo comenzó a escribirla.
Tenía ya 19 años, y describía en su cuaderno todas las locuras que observaba. Cada vez que veía algo que escapaba a la lógica racional, lo apuntaba en su diario junto con sus anécdotas.
No comprendía por qué eran los demás los que le llamaban loco a él, cuando en realidad, él era el más cuerdo de todos. "Serán cosas de la demencia" pensó, "Piensan que yo soy el loco".


Toda su infancia fue un cúmulo de visiones desagradables y terrores nocturnos. A veces, veía sombras en las cortinas a causa de la luz lunar que se filtraba por la ventana, y su madre, en vez de entrar en su habitación y sacarle de la cama con unas palabras amables, entraba vestida de payaso cruel, chorreando sangre por la nariz, y riéndose a mandíbula batiente. Cuando observaba a su madre transformada en un siniestro bufón, se escondía debajo de las sábanas a llorar y a gritar presa del pánico y la angustia, deseando con todas sus fuerzas algo de luz, por poca que fuera, y no salía de su débil caparazón hasta el siguiente amanecer.
Ahora que su madre ha muerto piensa: "Lo rematadamente loca que tendría que estar para entrar vestida de esas formas a la habitación de su hijo pequeño", y soltaba una sonora carcajada.


Cuando soñaba, quería despertar. Pues las pesadillas se le manifestaban con un realismo capaz de asustar al mismo Diablo. Sentía la necesidad de despertarse urgéntemente y huír, pero no podía. Debía permanecer dormido, ya que así lo había decidido su subconsciente por mucho que sufriera el acoso de extrañas criaturas etéreas que sólo existían dentro de su cabeza.

Cuando ya cumplió 16 años y veía el amanecer después de una tranquila noche de sueño, se le ponían los ojos tan brillantes que podían llegar a deslumbrar al que los mirase. Un verde intensísimo que apenas dejaba entrever una pequeñísima pupila gris, que apenas se alteraba por las variaciones lumínicas. Era curioso, porque siempre que el sol salía, bajaba las persianas, y decía en voz alta para sí mismo: "La luz también es cosa de locos". Y lo anotaba en su diario.

Roman encenció un cigarro, y cerró de golpe la tapa de su diario. Vistió sus ropas normales de calle, conformadas por una camisa negra que marcaba su cuerpo dejado por el sedentarismo, unos pantalones color beige a la altura de las rodillas, unas zapatillas de deporte sin calcetines, y una mochila.
En la mochila metió el diario, un paquete de tabaco vacío (acababa de sacar el último y se lo había encendido con un encendedor azúl que también depositó en la mochila), una linterna, un reloj despertador, unas gafas de sol, y algo de cordura.

Avanzó por la calle con paso firme, observando a la gente. Había uno que andaba hacia atrás, y otro que se golpeaba a sí mismo la cabeza contra el suelo. Cuando pasaron por delante de la vista de Roman, éste se descolgó la mochila, sacando de ella su diario y el boli que se apretaba entre los alambres deformes que conformaban el muelle que mantenía unidas las hojas. "Otra locura", pensó, y lo anotó en su diario.
Andando en silencio, mirando al suelo, llegó hasta el borde del acantilado donde descansaba un cartel de "prohibido pasa", ya 3 ó 4 metros por detrás suyo, a las afueras de la ciudad cuyo nombre ya no recordaba.
 Comenzó a hablar solo en un dialecto que ni siquiera él conocía, mientras se descolgaba la mochila y la tiraba al vacío. Pero se quedó con el diario en la mano, y lo miró.


Mientras las hojas de una vida se manchaban de pardo grisáceo, un cuerpo inerte yacía repleto de magulladuras ensangrentadas en la falda del monte. A su lado; un libro que parecía ser un diario, pero todas las hojas estaban en blanco. Hojas en blanco.

1 comentario:

  1. guau. Es intenso, y dramático. La locura tiene límites insospechados, y en este escrito se prueba. No me esperaba el final, la verdad, pero culmina el relato de forma perfecta. :)

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